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Un sendero hacia el Lacides C. Bersal

Un sendero hacia el Lacides C. Bersal

Un sendero hacia el Lacides C. Bersal

Por Hugo Fernely Muñoz Jalal

–Papi, levántate, que ya están pasando los Lacideistas–­­ así era como me despertaba mi mamá todos los días para ir al colegio, mientras me jalaba de los dedos gordos de mis pies.

Cada día era una verdadera y fascinante aventura llegar al Lacides: esta empezaba desde la salida de la casa en donde vivíamos en ese momento en Lorica, en el barrio San Miguel, a las 6:10 de la mañana, hasta adentrarme en una espesa selva, llena de monstruos, con los cuales debía enfrentarme; y era atravesada por una gran corriente de agua que bajaba de una cascada gigante, en donde yacían tres grandes rocas sobre las cuales tenía que saltar, una a una, para poder cruzar y llegar al otro lado, sano, salvo, y con mi morral intacto; y por supuesto, para poder avanzar y alcanzar la meta: el Lacides.

Un sendero hacia el Lacides C. Bersal

Bueno, no sé qué tan necesario sea aclarar, pero esa temible “jungla” sólo existía en mi imaginación, pues en realidad no era más que un caminito de tierra amarilla oscuro, mucho monte a los lados, árboles de mango, y cercas de alambre de púa de los patios de algunas casas y, casi que en la mitad del trayecto de este sendero, se cruzaba un arroyuelo que, cuando llovía se podía apreciar una tenue corriente de agua, ni muy clara, ni muy oscura; y si no llovía, lo único que se veían eran unos charquitos de agua estancada en donde habitaban sapos, saltamontes, cocobolos y uno que otro raspacanoa o cacucho. Por cierto… esos eran los monstruos a los que tanto temía.

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Esa travesía era emocionante de principio a fin. Apenas daba mi primer paso en el inicio del caminito de tierra empezaba a sentir la adrenalina y la emoción de todas las aventuras que ya sabía que iban a acontecer durante el recorrido.

Mientras iba caminando se me hacía tan pero tan divertido tocar unas florecitas de color rosado y en forma de bolitas que, apenas las tocaba se cerraban de inmediato al sentir mis dedos. Pero para mí no se cerraban, sino que se dormían, como esperando a que llegara el día siguiente para darles el toquecito de las buenas noches, otra vez. Que en este caso no eran las buenas noches, sino los buenos días, claro.

Y así continuaba caminando hasta que llegaba al punto en donde tenía que valerme de toda mi valentía y mis habilidades para enfrentar el verdadero reto: atravesar el arroyo.

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Debía saltar sobre las tres piedrecitas, como ya había dicho antes, que estaban bien acomodadas a lo ancho de este arroyuelo, el cual no podía tener más de metro con treinta o metro con veinte, según mis cálculos, haciendo retrospectiva al momento de esbozar este relato. Pero para mí era como atravesar el Amazonas. Saltaba sobre la primera piedra, no sin mirar para todos los lados, para estar atento a las amenazas que sentía, proveniente de esos “monstruos” que allí reposaban sumergidos, al acecho. Saltaba a la segunda piedra y me decía que ya casi lo lograba. Saltaba a la tercera, abrazando mi morral y apretándolo contra mi pecho para que no se me fuera a caer al agua, y a la vez sentía que me servía de armadura para protegerme de los enemigos que con su mirada me seguían amenazando desde lo más profundo de esas aguas.

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Cuando saltaba de la tercera piedra hasta pisar tierra firme al otro lado, la satisfacción no podía ser más grande, me sentía un Ulises después de haber bien librado esa guerra de Troya. Nada mal para un niño que, a sus once años tenía unos kilitos de más, y justo a esta edad empezó este sueño llamado LACIDES.

Después de haber superado con creces esa odisea, lo que seguía era subir por una pendiente que casi siempre estaba llena de hojas de árboles de mango, y cuando era temporada, no eran hojas sino mangos.

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Al llegar a este, el punto final de este recorrido, ya el sol empezaba a despuntar en todo su esplendor y, de este lado de La Calle de los Estudiantes se podía atisbar el muro pintado de verde biche y blanco que cercaba el colegio, y también se veía claramente el portón pintado de rojo ladrillo, y esa ventanita que recuerdo tanto, ubicada, en lo que se podía decir era como especie de una garita, al ladito del portón. Sí, ya se había superado el descenso a los infiernos, se había pasado por el purgatorio, y se podía observar el paraíso: ¡se apreciaba claramente el Lacides C. Bersal!

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Inmediatamente pasaba el portón de color rojo ladrillo, se veía en el centro, entre dos hileras de salones, el pedestal en donde yacía hincada el asta de la bandera que se izaba cuando llegaba el día de hacerlo, o también funcionaba como especie de tarima para cuando el rector quería decir algunas palabras al estudiantado o necesitaba brindar alguna información. Más al fondo se podía ver la biblioteca, flanqueada de dos hileras de aulas y, siempre a la vista, desde la entrada, su respectiva ventana lateral con vidrio polarizado y la máquina del aire acondicionado debajo de esta.

A la izquierda, tan solo a un par de metros de la entrada principal, se encontraba, nada más y nada menos, que esa oficina a la que tanto temíamos, sobre todos los varones, que era PREFECTURA. Sí, ese lugar en donde sentaban en el banquillo a todos los que se portaban mal y los hacían dar ese autógrafo que resultaba siendo no muy agradable y, seguramente nos metía en problemas, no solo con el colegio, sino con nuestros padres. Bueno, los que firmaron alguna vez el famoso libro, sabrán de qué estoy hablando. A la derecha, se ubicaba el parquecito, en donde se sentaban muchos de los estudiantes en cada descanso a charlar o a esperar a que terminara el recreo para retornar a los respectivos salones, o simplemente a esperar la salida para irse a casa. Y, por supuesto, una que otra parejita que ya estaba probando las mieles del amor; o como decíamos en esa época: algún muchacho echándole el cuento a alguna de las muchachas. Hermoso y agradable lugar, lleno de árboles de laurel y bancas, todas pintadas de verde biche, que contrastaba perfectamente con el color de las plantas y la arboleda.

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No puedo negar lo divertido que se me hacía la llegada, todos los días, a mi colegio. Pero esa diversión no terminaba ahí. Obvio no. La siguiente aventura empezaba en el momento en que ya estaba ubicado en el salón y todo lo que la jornada de la mañana traía consigo. Ya ubicado en el aula, venía la tertulia habitual con mis compañeros de clase, en donde casi siempre el tema central era el futbol; tema que casi no me apasionaba, pero escuchaba atentamente a mis colegas. Antes de empezar la primera clase, nos reuníamos en un quiosquito en donde se ubicaba Agustín (q.e.p.d.) con su chacita, y ahí se seguía la charla. Faltando unos minuticos para empezar la clase, de nuevo entrabamos al salón. Pasada la primera hora de clases empezaba ese desespero desenfrenado por que llegara la hora más deseada y esperada de toda la jornada: el recreo.

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Al fin llegaba el tan anhelado recreo y, el afán por salir a comprar e ingerir el menú de todos los días era enorme. El presupuesto, ya en el grado 11°, era de quinientos pesos, con los cuales se podía hacer bastante. Alcanzaba para comprar un jugo de color naranja que se veía bastante provocativo, sobre todo cuando hacía mucho calor y la sed azotaba, donde Renato: el popular manchatripas. Y con el resto compraba dos fritos, casi siempre una papa y un dedito de bocadillo, donde un señor que se cuadraba con una canastica por los lados de la cancha de microfútbol. Vaya deleite sentía cuando devoraba con ansias esa merienda. Bueno, y no faltaban los que tenían un presupuesto un poquito más amplio y entraban en el selecto grupo de los que no tomaban manchatripas, sino que consumían jugos de cajitas y papas de bolsa en el quiosco, donde solían reunirse a conversar y compartir su refinada merienda. Cabe aclarar, que ese grupo estaba conformado, en su mayoría, por mujeres.

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Acababa la hora feliz y el retorno a las aulas era un poco melancólico y algo decepcionante, pues después de disfrutar de ese buen rato, comiendo y hablando con todos los que se podía hablar, ya fueran de mi salón o de otros cursos, debíamos terminar nuestro deber como estudiantes y terminar la jornada de clases como Dios lo mandaba. Por fortuna, mis profesores hacían de esas clases otra de tantas diversiones lacidecitas vividas en esa época.

Ese retorno al salón tenía algo de místico, le llamaría yo. Empezaba desde la cancha de microfútbol, –para los que salíamos, porque no faltaban los que les gustaba quedarse encerrados en el salón y esperar las horas que faltaban– y, justo cuando iba por la sala de profesores, siempre mirando hacia adentro de esta, la curiosidad me asaltaba cuando veía colgado en una de las paredes un cuadro en donde se reflejaba un señor de piel morena, vestido con sotana negra, y una mirada bastante inquisidora, y la pregunta que me hacía siempre era la misma: ¿quién es ese señor? Hasta que un día alguien me despejó la duda y me dijo que ese era el padre Lacides Ceferino Bersal Rosi, y así pude entender en honor a quién se llamaba mi colegio.

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Las experiencias descritas anteriormente quedaron arraigadas en mi memoria y quizás en lo más profundo de mi corazón, razón por la cual creo que nunca se me borrarán de esos lugares. Pero no puedo dejar de lado otros recuerdos que, a medida que pasaban los años y me iba haciendo un adolescente, el sentido de la diversión iba madurando, conforme pasaba el tiempo en el lapso de sexto a grado once. Uno de esos bellos recuerdos eran las semanas culturales, en donde me deleitaba con las presentaciones literarias de otros estudiantes, mientras yo me mantenía agazapado en la penumbra, como el espectador embelesado que observaba, escuchaba y sacaba sus propias conclusiones.

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Hermosos recuerdos del Aula Múltiple. Y si continúo trayendo a colación todos los recuerdos que mi memoria me dicta, pues este relato seria inmensamente extenso, pero se trata de esos colores que tanto marcaron mi infancia, y la inspiración me embarga, me ahoga, me quedo corto de palabras, y no quisiera parar de pensar, de escribir: verde biche y blanco.

A grandes rasgos esas fueron mis vivencias pintadas de color verde biche y blanco. Sí, verde biche y blanco, esos colores que se me vienen a la mente y al corazón cada vez que escucho la palabra LACIDES.

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Y así, entre batalla y batalla, travesía y travesía, odisea y odisea pasaron seis años, y al fin me pude graduar como bachiller académico. El orgullo y la emoción, el día del grado, el seis de diciembre de 2003 eran infinitos: ya era un lacideista. ¡EUREKA!

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