En tiempo de verano y mis padres siempre me mandaban a casa de mi abuela, al igual que otros primos y hermanos, a pasar vacaciones… Bueno, ¿cuál vacaciones? Si donde mi abuela trabajábamos más.
Considero que las vacaciones eran cuando entraba al colegio, ya que donde la abuela nos tocaba levantarnos muy temprano, 4:00 a.m., con la consigna que el hombre trabajador madruga y eso había que hacerlo desde muy pequeño con la costumbre.
Recuerdo que una vez me quedé dormido en la silla y me despertó con tremendo cocotazo, gritándome que cómo me iba a quedar dormido en la silla.
En la madrugada siguiente para no dormirme me puse a contar las palmas del techo con el dedo, de pronto me sorprendió con otro cocotazo y me grita que si yo estaba loco para ponerme hablar solo. Como buen aprendiz la mañana siguiente me senté estatua, en una silla sin moverme y muy concentrado en no dormirme porque sabía que tendría mi castigo pero no me sirvió de nada, fui sorprendido con otro cocotazo y me grita ‘estás pensando en la maldad’, hasta que un primo me dijo que la clave era madrugar a trabajar y así pude evadir los golpes de mi abuela.
Pero les quiero hablar es de un Loro ojo de plata que tenía mi abuela, Camila Sierra Ibáñez, en el corregimiento El Silencio Municipio de Puerto Escondido llamarse Federica.
Mi abuela que gozada del privilegio de tener un genio de carácter correctivo, que los vecinos le llevaban los niños rebeldes para que ella con una ‘yaya de mariangola’ soasada, otra de totumo cimarrón y ‘Martín Moreno’, que era una órgano viril de toro disecada y encebada, cuyas herramientas ayudaron a tener una sociedad más justa en la localidad, a mi criterio, era un régimen disciplinario que todos nos alineábamos con una mirada.
Federico era un loro que mi abuela crió, a mano, con machucado de plátano maduro y se lo regaló a mi tío Cándido Muñoz a quien le dicen cariñosamente el ‘boliche’, su apodo por que parecía una pieza de jugar bolo, muy pequeño de estatura, pero enamorado como perro pata partida.
Este loro era de temas, el que le caía mal lo mordía fuerte hasta causarle herida con su peligroso pico jorobado y agudo, y mi primo llamado, Argemiro Muñoz, no contaba con la suerte ser de agrado del misterioso animal. Todos vivíamos en las casas grandes y viejas de bahareque que había construido mi abuelo, José Dionicio Muñoz, aparte del loro había cuatro perros.
Caifás, Yoqui, Cuídate y la Caramelo, a esta última le pusieron ese nombre porque cuando se alegraba no quedaba perro en la región que no fuera a lamerla. Lo que hacía que mi abuela y mucha gente amara a Federico, era porque este andaba con los perros y los azuzaba, hablaba muy bien, encerrar los chivos, el loro en su léxico ayudaba a vaquear el ganado, que lo hacía muy popular en la zona.
Una mañana lluviosa después de haber ayudado a ordeñar, a soltar los carneros o chivos tocaba la asignación de oficio del día. Argemiro lo mandaron a cuidar los cerdos, para que no se fueran a las cosechas vecinas a comer. En un descuido los cerdos se fueron al maíz de Mejía, un señor vecino que tenía esta cosecha.
Le gritan: ¡cooooorreeee Argemiro, los cerdos en el maíz!, sale como un “suanfanson”, llamando la patrulla de perros para atacar a los cerdos. Tomó un garrote de matarratón, tipo bate de béisbol, metido dentro la espigada cosecha no se percata que loro también azuzaba a los perros, pensaba que había otra persona pero no, era el loro.
Pero Caifás era un perro muy flojo que no respondía a la orden de mando y procede a castigarlo con un terronazo, en lo que el loro se percata y se lanza volando hacia mí primo Argemiro para agredirlo, y él, con esa pinta de beisbolista, con ese bate en la mano no podía correr por el monte, se sentía en el cajón de bateo, con una pajita en los dientes que parecía un chicle americano, no tuvo otra opción si no abanicarle el bate al loro que viene en línea recta, y lo batea de hit y logra vengar las múltiples mordidas que le había dado el famoso loro.
Cuando el loro cayó, salió corriendo a soplarle el piquito, a moverle las alitas, pero demasiado tarde, ya Federico no respondía, sus ojos empezaron a brotar lagrimas del sentimiento y entendió cuánto amaba al loro y él creyendo que lo odiaba, se arrodilló junto a él a llorar, sin saber qué hacer con el cadáver.
La tristeza y la preocupación se adueñaban del ‘vil asesino’, ¿cómo escapar de los azotes de mi abuela?, si ella y mi tío no querían fiesta con ese loro. Entendió que era la ‘Crónica de una muerte anunciada’. Como persona de respeto, aquel joven no fue capaz de hacer una desaparición forzada de aquel cuerpo inerte del animal, sino que lo tomó por un ala y enfrentó las consecuencias, llegando donde mi abuela con el interfecto animal, y exclama con un desgarrador llanto: “abuealaaa maté al loro”.
Mi abuela desenfunda sus instrumentos corregidores y actúa con sevicia ante la humanidad de Argemiro, dejándolo postrado casi inconsciente de tanto azote. Ese día Argemiro sintió que su vida no tenía sentido y salió deambulando por los potreros de la extensa finca sin rumbo y adolorido de aquel maltrato despiadado de mi abuela. Llegó a la cima de la montaña y se sentó a llorar bajo un árbol de camajón sin nadie que lo consuele.
Pasado unas horas, pasó por el lugar mi tío mayor, Filadelfo Muñoz, quien apreciaba mucho al loro, ya que él era el propietario del ganado que el loro vaqueaba y de las demás propiedades, se acercó le toco la cabeza de aquella criatura que lloraba con un hipo que poco se entendían sus palabras, le brindó agua y lo consoló, un poco, para que el joven pudiera hablar de lo que sucedía.
Argemiro le cuenta a mi tío Filadelfo, que había matado el loro y este respondió con la lengua un poco pegada y vos gruesa: “calacho ¿como así que mataste el lolo?”. Aquel hombre que lo consolaba no esperó explicaciones de la muerte del animal y corta una rama de hoyeto, un árbol duro de partir, y lo va levantando a azote como forma de vengar la muerte del Federico, lo dejó allí y siguió rumbo a casa.
Argemiro sintió que su muerte estaba cerca y emprende la huida hacia los cultivos de plátano, sin comer y sin beber cerca a unas matas de bijao decidió calmar su dolor en ese lugar, pasado unos minutos, se acercó mi tío Cándido, el propietario del loro a cortar unas hojas de bijao para hacer unos pasteles y escuchó el lamento de aquel llanto que retumbó en ese instinto de padre y ve a su hijo Argemiro llorar lo toma en sus brazos, y con angustia le preguntó: hijo, ¿qué te sucede? ¿estás bien? ¿quién te hizo esto?, le preguntaba por las marcas que tenía en su cuerpo de tanto azote que había llevado.
Argemiro le contestó: “me están matando por que maté el loro suyo”, mi tío exclamó: “¡cooomoooo?” y sin piedad no tuvo compasión contra la humanidad de mi primo y lo azota con la cubierta donde portaba el machete, quedando casi inerte, aquel muchacho. En menos de 8:00 horas había recibido tres castigos.
Emprendió la huida hacia un pueblo que se llama Villa Ester, donde vivía otra tía que se llama María Muñoz, después de 4:00 horas de camino a pie, sin calzado y sin camisa, logró llegar donde mi tía, aquella al verlo de esa manera se sorprende y le pregunta ¿qué te sucede? ¿por qué estás así?
Aquel niño responde: “Porque me pegaron, por haber matado el loro”, mi tía, con gran carácter, decide coger una cabuya, le dio tres lapos y lo regresa en custodia de otro primo mayor, que lo apodan Mincho, hasta la casa de mi abuela. Ya, en la madrugada, llegan mis primos y Mincho toca la puerta de mi abuela para entregar la ‘encomienda’ de Argemiro.
Mi abuela se levanta y decide arrodillarlos a los dos y los azota con ‘Martín moreno’, lo que Mincho no logró entender es porque a él le toco pagar por un delito que no cometió.
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