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Muñequeras en el colegio

Por Mario Sánchez Arteaga

Otero se paró con mucha timidez en la mitad del cuadrilátero, ajustó su defensa cubriendo el pecho y gran parte de su rostro. No miraba a los costados ni al réferi del combate. Nunca había querido enfrentarse a su contrincante, pero las vueltas y ruletasos de la vida se lo colocaron en frente ese día.

Todas las apuestas estaban en su contra, así que ese título de campeón, según los pronósticos hasta de su propia esquina, eran desoladores. 

Gobernaba en el escenario un silencio sepulcral. No había música, no se percibían barras ni arengas para ningún boxeador. El narrador estaba incógnito. No se escuchaba ni el zumbido de una mosca, subyugaba un sigilo de viernes santo en el desierto. Era una pelea atípica. 

Mandaron a callar a Raymundo y todo el mundo,para que el único ruido que se escuchara fuesen los puños de los púgiles amateur. 

En la otra esquina estaba Fogata, extremadamente flaco como el fosforo de madera. Era fibroso y vestido de musculatura peso pluma. Ventarrones de confianza le aireaban su rostro de sobrado y veterano pegador. 

No había campana, todo era por señas, nadie, absolutamente nadie podía siquiera estornudar. Fogata llegó a la mitad del ring sin cubrirse mucho, tenía la plena confianza del noqueador de un asalto. 

En todos los colegios siempre se escuchó una célebre frase entre el género masculino que era común por los pasillos, salones, canchas y hasta en la biblioteca. “Te espero a la salida, marica”, “Te espero allá en los laureles, en el billar, en la tienda, en la otra cuadra”.

Eran espacios fuera del plantel educativo, pero a la vez cerca, donde se citaban aquellos estudiantes que tenían rivalidades o diferencias y eran resueltas a puño limpio en esos escenarios boxísticos al aire libre. 

El cuadrilátero era una ronda que le hacían los acompañantes, quienes actuaban al tiempo de espectadores, jueces, auspiciadores y enfermeros en caso de que la riña fuese un poco cruel.

Había tres reglas a cumplirse: quitarse la camisa del colegio en caso de pasar un docente para evitar ser anotado en el libro de disciplina; no utilizar piedras, palos u objetos en la defensa; y la pelea era a un solo round sin revancha. El que perdía, perdía para siempre. 

Era 1996, las agrupaciones dominicanas Ricarena y Kinito Mendez en la fiebre merenguera que invadía a toda Colombia. No había tómbola, quinceañero, matrimonio, bautizo o fiesta de graduación que no se amenizara brillando hebilla y desgastando zapatos con esa música. 

El país estaba polarizado por los narcocasetes que salpicaban al  presidente de la república, pero según él, todo fue a sus espaldas. 

A las afueras del colegio, en la parte de atrás, había una fábrica de bloques. Ese era el ring de boxeo… “Te espero en la bloquería”, una sentencia para un espectáculo boxístico a pleno sol de mediodía. 

Un jueves de mayo, cuando aparecían los primeros aguaceros y los mangos caían en gajos como cascada invernal, el profesor Axial Ramos se encontraba a las 11:00 a.m. dictando clases de Trigonometría en Noveno C, el salón de las lacras, como les decían constantemente a los del C, porque los del A siempre eran los menores en edad y más aplomados, los del B regulares y los del C los más viejos y master en indisciplina.

Noveno C quedaba situado en el último salón de un pasillo. Fue ubicado allí estratégicamente por lo bullero y desordenado que eran, y así no interferir con los cursos vecinos. Por esos días tenían de moda jugar al “volado”.

Mientras alguno estaba escribiendo en el cuaderno, alguien le pegaba un manotazo en la cabeza sin que se dejara pillar. 

El profesor ya estaba fastidiado del perrateo mientras copiaba con tiza en el tablero. Fogata se la tenía montada a Otero. En un momento el profesor Axial (buen docente, de amplio conocimiento del universo del deseno, coseno, secante y cotangente) simuló dar la espalda para escribir, volteó rápidamente y encontró un manoteo entre Otero y Fogata. 

El profesor padecía el síndrome del “hijueputismo” y ese día estaba plenamente poseído.  

-Me tienen harto con el desorden ustedes dos. Parecen unas nenas- dijo el docente, quien vestía con una camisa de cuadros y pantalón con pinzas de rallas negras (cuadros con rayas no pegan, pero ajá). Había una molestia notoria y todos quedaron mudos. 

-Otero, tú te atreves a dar trompadas con Fogata? -Preguntó el profesor-.

El tímido Otero respondió con un sí mirando al enchape desgastado del piso verdoso. En el fondo no quería, pero tampoco iba a quedar en ridículo ante las chicas del salón, y olfateaba que era una simple pregunta. 

–¿Fogata, y tú qué? Volvió a interrogar el docente. –Por supuesto!- respondió frotándose las manos. 

Otero era un poco robusto, encorvado quizás por genética y no por defecto. Calmado. Participaba de los desórdenes sin tanto protagonismo. Era un Cura para bautizar y poner sobrenombres.

Fogata, más histriónico, sobrado, aunque era muy delgado, venía practicando fisicoculturismo y tenía los brazos venosos y llenos de fibra. Poseía mucha fuerza, ya había participado en varios concursos de la disciplina de las pesas. En clases de Educación Física era el único que se quitaba la camiseta sudada para cambiarla por otra y al tiempo exhibir su pecho partido en dos y el abdomen lleno de adoquines. 

Axial Ramos caminó nueve pasos en dirección a la puerta del salón, se asomó discretamente para verificar que no viniese nadie. Era la última aula y para llegar había que caminar un largo trayecto. Volvió a entrar. 

Acaecía un suspenso de película policiaca. El profesor hizo un paneo visual a todo el grupo de estudiantes, tenía un timbre de voz bastante fuerte, pero esta vez habló suave: 

-Me hacen un círculo en el centro del salón, todos se ruedan levantando las sillas sin hacer el mínimo ruido. Nadie habla, nadie grita. El que abra la boca tiene cero.

Los 50 estudiantes que conformaban el curso Noveno C, convulsionados del asombro, levantaron sus sillas (que era una mezcla de hierro y madera) con la mayor prevención de un felino.

El centro del ring esperaba por los dos pugilistas, ambos habían aceptado las condiciones del réferi y se acercaron al centro del improvisado cuadrilátero.

Otero en su encorvada parada zampada, espantó un poco la timidez y ajustó muy bien la defensa. No sabía cómo atacar, entonces esperó a que llegara su contrincante. 

Fogata entró enseguida como una fiera y sin mediar, reflejos lanzó varias trompadas al rostro de su adversario, fallando todos los intentos. 

Otero se mantuvo en calma, Fogata estaba desesperado y volvió a lanzar un jab y dos viajes de puñetazos descoordinados, pero con mucha fuerza. En ese viaje de golpes, Otero arrojó un upper en dirección vertical directamente a la mandíbula del oponente, dejándolo de rodillas.

Inmediatamente Fogata intentó pararse, pero la debilidad en las piernas lo llevaron a reventarse ante la multitud estrecha que hacía señas de júbilo en el crudo silencio impuesto por el docente de trigonometría. 

Axial Ramos, en su actuar de réferi, levantó las manos y exclamó tácitamente:

– Nocaut, nocaut – su cara era de exagerada preocupación al ver que el tímido Otero había mandado a la lona del cuadrilátero improvisado al practicante de fisicoculturismo y sobrado Fogata. 

El nerviosismo del profe era obvio, había propiciado una muñequera en plena clase y uno de los estudiantes quedó noqueado al mejor estilo de Happy Lora contra Gaby Cañizales en la recuperación del Título Mundial Peso Gallo.

Bastó un golpe, ¡un solo golpe!

La situación parecía habérsele salido de control. El profesor ordenó nuevamente en el mayor cuidado organizar el salón de clases.

Ningún directivo o docente jamás se enteraron del icónico e inolvidable combate. 

Cuando Fogata, ya sentado en su silla, auxiliado por Degiovanny (el más grande del salón) habiendo recuperado el conocimiento, levantó su voz entre llorosa:

– Otero, te espero a la salida en la bloquería-

Todos los 50 estudiantes, hombres y mujeres, explotaron unánime con una carcajada. 

 La bloquería continuó siendo el escenario boxístico al aire libre por muchas generaciones en el colegio. Fogata se cansó de citar a Otero, pero la regla era clara: el que perdía el round, perdía para siempre.

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