Amy Winehouse disfrutaba de cantar más que de cualquier cosa en el mundo. De chica, estimulada por su padre; o en un cumpleaños entre amigos con todo su espíritu adolescente a flor de piel, en los clubes bohemios del jazz y, un poquito menos, es cierto, en los grandes escenarios que le tenía reservada la industria.
Amy sentía que había nacido en otro tiempo, que la música que dictaba el mercado en el cambio de siglo no era lo que ella admiraba. Todo era descartable y efímero y, si no existía había que crearlo. Ella se propuso volver a la canción de autora, a la artista con mayúsculas que se juega la vida en cada paso, y que pone el cuerpo, y el alma, en su canción. “No escribiría algo que no fuera personal”, decía con honestidad brutal. Con esa pasión vivió sus 27 años, sí, los trágicos 27 que se llevaron demasiado pronto a una artista con todas las letras.
No es casualidad entonces que sus grandes éxitos estén ligados a situaciones trágicas algunas por su propio peso específico, otras por su fatal desenlace. La primera frase que abre “Rehab”, el gran éxito de su corta carrera, es toda una declaración de principios. “Intentaron hacerme ir a una clínica de rehabilitación, pero dije: no, no, no”. El que avisa no traiciona dice un dicho, y algo que ha sido siempre Amy fue ser honesta consigo misma y con su arte.
La historia de la canción tiene todos los componentes para que un hit presuma de tal. Una cantante y compositora como Amy, que ya había dado muestras de su talento en su primer disco, Frank (2005). Un productor probado y despierto como Marc Ronson, atento a cada detalle, con ese ojo entrenado para ver oro donde todos ven barro. En una caminata por New York, en un alto de la grabación del nuevo álbum, Amy soltó la frase al vuelo, como una catarsis, entre la rebeldía y la resignación. “Sabés, todos me dicen que vaya a rehabilitación, y yo les digo no, no, no”, dijo ella, y él, en vez de decirle “me parece que tienen razón, deberías intentarlo”, o, por el contrario, “son unos caretas, no entienden nada, vos hacé la tuya”; le ofreció un plan C. “Eso suena bien. Volvé al estudio y convertí esa frase en una canción”.
La muchacha obedeció y compuso su canción, que nunca se interpretó como lo que fue: un pedido de auxilio. Amy ya había sido noticia por sus excesos, y redoblaba la apuesta, argumentando que “antes de estar en la clínica, era mejor estar en casa, con Ray” (Charles, rey del soul de reconocidos problemas con las drogas) y que “nadie podía enseñarle más que Mr Hattaway” (Donny, pianista y cantante exquisito pero también depresivo).
Pero nada generó más debate que la frase en la que la cantante, con la agenda cargada por conciertos y grabaciones, menciona a su padre. “No tengo tiempo, y si mi padre piensa que estoy bien. Ha intentado llevarme a la rehabilitación, pero no iré, no iré, no iré”. La frase, ambigua, abre el debate sobre el papel de Mitch Winehouse, su padre, en esta historia.
De oficio taxista y de vocación cantante, tuvo con su hija una relación por lo menos, traumática. Abandonó el hogar cuando Amy no había cumplido los diez años, pero desde hacía ocho que intimaba con otra mujer. “Cuando mi padre estaba ahí, nunca en realidad estaba”, cuenta la cantante en el premiado documental “Amy”, reclamando esa autoridad paterna que era un sinónimo de límite. Mitch sentía que su hija había asimilado de una manera natural la separación, pero ignoraba que la afectaría para siempre.
Para Amy, el efecto inmediato de la separación de sus padres fue sentir un impulso liberador. Su madre no lograba poner los límites y ella, que recién había pasado los diez años, podía hacer lo que quería. El juego se fue haciendo cada vez más peligroso, y de usar ropa y maquillajes, llegaron los piercings, el noviecito en casa, las primeras relaciones con el alcohol. Todo parecía maravilloso, pero tras bambalinas, crecía una depresión alarmante.
La muchacha obedeció y compuso su canción, que nunca se interpretó como lo que fue: un pedido de auxilio. Amy ya había sido noticia por sus excesos, y redoblaba la apuesta, argumentando que “antes de estar en la clínica, era mejor estar en casa, con Ray” (Charles, rey del soul de reconocidos problemas con las drogas) y que “nadie podía enseñarle más que Mr Hattaway” (Donny, pianista y cantante exquisito pero también depresivo).
Pero nada generó más debate que la frase en la que la cantante, con la agenda cargada por conciertos y grabaciones, menciona a su padre. “No tengo tiempo, y si mi padre piensa que estoy bien. Ha intentado llevarme a la rehabilitación, pero no iré, no iré, no iré”. La frase, ambigua, abre el debate sobre el papel de Mitch Winehouse, su padre, en esta historia.
De oficio taxista y de vocación cantante, tuvo con su hija una relación por lo menos, traumática. Abandonó el hogar cuando Amy no había cumplido los diez años, pero desde hacía ocho que intimaba con otra mujer. “Cuando mi padre estaba ahí, nunca en realidad estaba”, cuenta la cantante en el premiado documental “Amy”, reclamando esa autoridad paterna que era un sinónimo de límite. Mitch sentía que su hija había asimilado de una manera natural la separación, pero ignoraba que la afectaría para siempre.
Para Amy, el efecto inmediato de la separación de sus padres fue sentir un impulso liberador. Su madre no lograba poner los límites y ella, que recién había pasado los diez años, podía hacer lo que quería. El juego se fue haciendo cada vez más peligroso, y de usar ropa y maquillajes, llegaron los piercings, el noviecito en casa, las primeras relaciones con el alcohol. Todo parecía maravilloso, pero tras bambalinas, crecía una depresión alarmante.
La relación fue cada vez más intensa, y a los tres meses ella se tatuó “Blake” en el pecho, del lado del corazón. Amy aumentó su consumo de alcohol y empezó a cambiar la marihuana por la cocaína. El amor/odio con Blake despertó el alerta en su círculo más cercano, que veía como la cosa se iba de control. Todo se fue al diablo cuando él volvió con una novia anterior. Ella, mientras se debatía entre las pastillas y la bulimia, se aferró a su corazón de artista. Tenía unas cuantas cosas que decirle, y no se iba a guardar nada. Eligió hacerlo a través de canciones y publicó uno de los discos más importantes de su tiempo.
Además de titular el que sería su último disco de estudio, la canción “Back to black” es el relato crudo de una separación. El título fue traducido como “Vuelta al luto”, y también es la vuelta a lo negro, a las drogas, al abismo, donde ella se hace cargo de sus problemas sin vueltas “A ti te encanta aspirar y a mí me encanta dar caladas”, donde planta bandera “tu vuelves con ella, y yo vuelvo a nosotros”, pero donde sin embargo, con “la cabeza bien altas /y mis lágrimas secas /sigo adelante sin mi hombre”.
El álbum se publicó en 2005 y fue un éxito rotundo. Amy ya era otro. Su peinado colmena emulaba a sus heroínas de los 50 y 60, las polleras eran cada vez más cortas y los ojos más delineados. El disco se vendió como ningún otro en Inglaterra y obtuvo cinco premios Grammy en Estados Unidos –incluida mejor canción por “Rehab” y mejor álbum pop- pero no pudo asistir a la premiación en Los Ángeles, porque le denegaron la visa… por no haber ido a rehabilitación.
A pesar de todo, la pasión, más que el amor, fue más fuerte y la pareja volvió a juntarse hacia finales de 2006. Se casaron de sorpresa en Miami, y volvieron al esquema autodestructivo. Él pasaba mucho tiempo con ella, más del que productores y promotores hubieran preferido. Los fotógrafos estaban al acecho y una imagen captó la atención mundial. Amy y Blake abrazados, caminando por la calle con sus rostros cortados y ensangrentados. Según contó Fielder en el documental “Amy Winehouse: the Untold Story”: “Tuvimos una discusión, perdimos el control y yo rompí una botella y se me enterraron algunos cristales. Ella me vio con miedo o amor o lo que fuera que fuera eso y como una extraña nuestra de amor se hizo lo mismo a ella”.
Todo terminó cuando Blake fue arrestado y condenado a prisión por el delito de agresión, y a Amy, que ya había suspendido una gira por sus problemas, le esperaba lo peor. Los medios sensacionalistas tenían material de sobra para sus portadas: Amy fumando crack, Amy cada vez más flaca, Amy deprimida. Una temporada en el Caribe parecía la solución, y el proyecto de un nuevo disco apareció en el horizonte. Sentía que necesitaba renovarse, no quería cantar más las canciones de “Back to Black”; no quería saber nada con volver a ese luto, a ese pasado tóxico.
Pero su regreso a los escenarios encendió otra vez la luz de alerta. Giró por Brasil y Dubai, y anunció un tour por Europa, con fecha de inicio el 18 de junio en Belgrado. Fue un espectáculo bochornoso: no registraba la ciudad donde estaba ni reconocía sus propias canciones. Según la prensa, los guardaespaldas la obligaron a permanecer en escena porque no soportaba la situación. El público, abucheaba. La gira fue suspendida. Su talento y su obra no merecían ese último concierto. Todavía le quedaba otra aparición sobre un escenario, durante un show de su ahijada musical Dionne Bromfield, tres días antes de su muerte.
Según el testimonio de su padre, en el momento de su muerte Amy se encontraba limpia de drogas y el informe del médico forense le dio la razón. Amy murió el 23 de julio víctima de un fallo respiratorio tras caer en coma etílico. En su habitación, la policía encontró tres botellas vacías de vodka, mientras que en su cuerpo se registraron 416 miligramos por decilitro de sangre.
Amy Winehouse no pudo disfrutar del éxito como soñó desde chica, pero la música le tenía guardado un último regalo: el dueto “Body and soul”, clásico grabado por sus admirados Frank Sinatra y Ella Fitgerald y registrado junto a otro de sus héroes, Tony Bennett, cuatro meses antes de su fallecimiento. La canción obtuvo el Grammy 2012 a la mejor interpretación de pop de dúo/grupo y, otra vez, la ganadora no podía estar presente. Como un guiño cruel del destino, el premio lo recibieron papá Mitch y mamá Janis. Desde alguna nube, junto a Ray Charles, Frank Sinatra o Donny Hattaway, seguramente una lágrima haya brotado de sus enormes ojos delineados.
Fuente : infobae.com