En cierta ocasión lancé la siguiente frase a un grupo de estudiantes con los que tenía clase por primera vez: “levanten la mano quiénes quieren sacar excelentes notas”. La respuesta fue unánime. Todos levantaron la mano.
Posteriormente, afirmé lo siguiente: “ustedes representan todo lo que está mal en el sistema educativo colombiano” (aplicable tal vez a todo Latinoamérica). En realidad, no me refería a ellos específicamente, como luego les aclaré, sino al sistema mismo, aunque eso no disminuyó el impacto de la afirmación.
La argumentación posterior, fue aún más incómoda. Un sistema que presta una exclusiva primordialidad a la nota, al número, a la recompensa, es un sistema inmediatista, resultadista y simplista. Es la confirmación y origen de una sociedad que jerarquiza la ganancia al buen trabajador, que no ve personas sino datos fríos y distantes.
La deshumanización de la humanidad. ¿En qué momento la educación se convirtió en esto? Pregunté a los ya asombrados estudiantes y al coordinador que con irritable mirada escuchaba mi exposición.
Siglos atrás, continué mi perorata, los griegos habían ideado un espacio de debate y conocimiento al que bautizaron como Academo.
Si el término les resulta familiar es porque de ahí se desprende nuestro moderno y retumbante término Academia. En aquel entonces era un espacio para el debate y el conocimiento.
No había exámenes, ni calificaciones, ni reuniones de padres de familia, uniformes, o timbres o Fecode, o ministerios de educación, ni nada de lo que adorna nuestro respetable sistema educacional.
Era simple, la gente iba libremente a aprender lo que otra persona tenía por enseñar. Era el saber por el saber, el conocimiento por el conocimiento en su más absoluta pureza. Quizá fue esa característica lo que llevó siglos después a que Borges escribiera: busca por el agrado de buscar, no por el de encontrar.
Desde ese instante cumbre de la historia humana a nuestros días, mucha agua tuvo que pasar.
Hoy, por el contrario, se estudia por una nota, por un grado, por un título. Somos parte del sistema de producción que educa para formar trabajadores eficientes, en lo posible no pensantes.
Diminutos engranajes de una máquina productiva social. Somos el resultado de décadas de perfeccionamiento de esa máquina, en donde el estudiante de hoy, que estudia por esa codiciada nota, mañana trabajará por el insuficiente sueldo que la máquina le proveerá; no importará si ese trabajo le hará feliz.
Así como en el pasado no le importó si esa asignatura por la cual tuvo que estudiar por la satisfacción de la buena calificación le era útil o no en su proyecto de vida. Está prohibido debatirse a uno mismo esa situación.
– ¿Pero entonces cómo evaluamos? – Fustigó el coordinador que ya no podía esconder su incomodad disfrazada de diplomacia. En ese momento, los estudiantes respiraban el pesado silencio.
Si el sistema se enfocara en educar al ser humano antes que, al engranaje productivo, quizá la evaluación no tendría el rigor que hoy tiene; empecé a esgrimir mi respuesta.
El sentido romántico de la educación es que el estudiante se eduque, que aprenda, que se forme, no que se entrene para resolver un examen. La formación de la conciencia de aprender porque me causa interés conocer tal cual tema, debería ser el objeto del sistema.
Esa conciencia, es la misma que se necesita para ser honestos con uno y con los demás, y mucho más en un país que parece premiar al pícaro, al vivo, al ventajoso.
No hace falta tomar ejemplos de la política para aclarar el punto. Deshonestidad hay en todas la formas y colores de la sociedad. Necesitamos, sí, una educación de calidad, pero también necesitamos una educación honesta. Tal vez así, podríamos aspirar a ver honestidad en nuestra particular sociedad.
¿Y el docente?
En la sucesión de piezas que componen el sistema, el docente es la bisagra. Sobre él se atornilla todo. Es el punto visible y de contacto entre el sistema mismo y los estudiantes. El docente vive entre lo que tiene que hacer, con lo que debe, podría o le gustaría; pero en realidad es un simple ejecutor de un plan que de cierta forma ya está diseñado.
Sobrevive en su realidad, llena de carencias, frustraciones y metas por cumplir. Los hay de todos los estilos, tantos que son inclasificables, pero que los une un factor común, el mismo y ya perrateado en este discurso: el sistema.
Sobre el profesor hay toda una cadena de cargos que empiezan por un ministro de educación que no es educador, luego un secretario de educación que tampoco es educador, y le sigue un rector y coordinadores a quienes parece ser que ya se les olvidó qué es ser educador.
Estos elementos que componen la cima, son elementos humanos burocratizados, actúan con criterios corporativos dados por planes que se han creado por otras personas del engranaje que ostentan, según el sistema lo dicta, el saber necesario para decir qué es lo que hay que hacer.
Y ni hablar de los colegios privados, donde además de tener que obedecer a los mandatos dictatoriales de la Empresa Educativa, debes guardar silencio. Tu opinión no es importante. Realice su trabajo como le ordenan, reciba su sueldo. Vuelva y repita.
Y así, en esa vorágine estructural de nuestro glorioso sistema educativo, convivimos, sobrevivimos, luchamos y aceptamos la clase y la calificación que nos den.
En ese momento sonó el timbre. La clase había acabado. Las palabras se fueron disolviendo en el rumor de sillas y jóvenes saliendo a descanso. El sistema vencía una vez más.
Nota final: al día siguiente me despidieron de ese colegio.
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