En el pasado mes de mayo, la OMS manifestaba a través de la directora del Departamento de Salud Mental y Consumo de Sustancias Dévora Kestel, que históricamente durante las pasadas crisis económicas aumentó el número de casos de pacientes con problemas de salud asociados a depresión y ansiedad, con desenlace de suicidio en comparación con otros períodos de relativa prosperidad.
En repetidas ocasiones, los medios de comunicación nos recordaron que el personal de salud, los adultos mayores, las personas con obesidad y enfermedades crónicas preexistentes se consideraban la población de más alto riesgo frente al Covid-19.
Sin embargo, no se advirtió con igual intensidad el riesgo para la salud mental que conllevaba el confinamiento prolongado.
El miedo a perder un familiar o ser querido, la quiebra económica del medio de sustento, el desempleo, y el aislamiento social obligatorio.
De igual manera, el estrés de salir a la calle para conseguir los productos de primera necesidad, suponer un riesgo inminente y potencialmente mortal para sí mismo o los miembros de la familia, el no poder ver ni mucho menos tocar a los seres queridos, cambiar la cultura de la calidez, por la distancia, se convirtieron en factores amenazantes de la salud mental de la población.
Dejando al descubierto, los efectos colaterales del aislamiento, la pérdida de los factores protectores psicológicos como la actividad física, contacto social no físico, apoyo religioso y/o espiritual y las nuevas barreras para acceder a los servicios médicos convirtiéndonos en una sociedad más vulnerable ante el suicidio.
El aumento de la de violencia doméstica y abuso sexual en los hogares más vulnerables. Así mismo el aumento en el consumo del alcohol en las personas entre los 15 y 49 años de edad se incrementa en un 20% según la portavoz, sin mencionar el consumo de otras sustancias psicoactivas.
Teniendo en cuenta este panorama, aún no hemos vislumbrado los efectos a largo plazo en la salud mental del confinamiento por lo que se hace necesario que se tenga en cuenta este factor a la hora de tomar y diseñar las políticas públicas de protección a la población especialmente frente al riesgo suicida.
A pesar del preocupante panorama existen posibilidades de mejorar la prevención del suicidio bajo las condiciones actuales, enfocarnos en el distanciamiento físico pero no afectivo, con nuestros seres queridos, incrementar la cobertura y promover la telepsicología y telepsiquiatría, evaluar criterios de salud mental de los pacientes dentro de los algoritmos de atención médica, mayor divulgación de la problemática en los medios masivos de comunicación e incremento de la capacidad instalada de recursos físicos y humanos para poder enfrentar la crisis.
Por: Adrián Jaramillo,
Psicólogo Clínico, Esp. Neuropsicología Infantil, Ms. Neurociencias y Biología del comportamiento.
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