Por: Jairo Aníbal Doria
La noticia se conoció en la mañana: Donald Trump y Vladímir Putin se verán las caras en Alaska el próximo 15 de agosto. No será una visita de protocolo. La cita llega con un objetivo ambicioso: abrir un camino hacia la paz en Ucrania, en medio de un conflicto que ya supera tres años de guerra abierta.
La elección del lugar no es casual. Alaska, territorio estadounidense más cercano a Rusia, se convierte en un punto intermedio simbólico, una frontera geográfica y política donde se medirán las voluntades de dos potencias.
Trump llega a la cita después de agotar el plazo de un ultimátum que él mismo impuso a Moscú: avanzar hacia un alto al fuego o enfrentar nuevas sanciones y aranceles. Ese reloj ya marcó cero, pero el anuncio de la reunión dejó la amenaza en pausa.
En el tablero diplomático, el presidente estadounidense deslizó una idea que generó inmediato rechazo en Kiev: un intercambio territorial que, según él, podría ser “para conveniencia de los dos”. Volodímir Zelenski no tardó en responder: Ucrania no entregará su tierra “a los ocupantes” bajo ninguna fórmula de negociación.
En paralelo, los asesores de seguridad de Europa, Estados Unidos y Ucrania afinaban estrategias en una cumbre previa en el Reino Unido, liderada por David Lammy y J. D. Vance.
El mensaje es claro: el encuentro de Alaska no es un diálogo improvisado, sino una jugada calculada en un tablero de alto riesgo.
Mientras tanto, en Moscú y Washington se cruzan las expectativas. Rusia insiste en frenar de forma permanente el ingreso de Ucrania en la OTAN y reducir el flujo de armas occidentales. Ucrania exige garantías sólidas para evitar futuras agresiones.
El próximo viernes, en algún salón de Alaska, dos líderes con visiones opuestas compartirán mesa. Entre ellos, una guerra que ha redefinido la geopolítica mundial. Y sobre la mesa, la pregunta que muchos se hacen: ¿será esta la reunión que empiece a escribir el fin del conflicto o solo otro capítulo en una historia que parece no tener final?
