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El Titanic que navegó y naufragó en el Sinú

Por: Mario Sánchez Arteaga

En los años 30 y 40 del siglo XX la ciudad de Montería pertenecía al Bolívar Grande, cuya capital era la heroica Cartagena de Indias. En aquel entonces existían pocos colegios en la localidad, solo se alcanzaba a cursar hasta quinto de primaria. 

Para acceder al bachillerato lo más cercano era Cartagena. Se carecía de vías terrestres y la única manera de salir a buscar mejores rumbos era vía fluvial y marítima. Montería era un pueblo muy grande para andar a pie y muy pequeño para andar en carro. 

La heroica quedaba en el “fundillo del mundo” decían los habitantes de esos tiempos. Para llegar a ella había que atravesar todo el río Sinú desde el puerto de Montería en la calle 30 con primera hasta San Bernardo del Viento en la desembocadura Bocas de Tinajones. Pasar a la Bahía de Cispatá, luego al Golfo de Morrosquillo y seguidamente mar abierto. Un trayecto de aproximadamente 33 horas,donde la incomodidad y vaivenes de la bajamar, pleamar y turbulentos remolinos del río, no amainaban las esperanzas de culminar los estudios de la básica secundaria. 

Por aquellos años navegaban en el Sinú algunos barcos como La Montería, La Colombia, El Cristóbal Colón, La Damasco, Berástegui  y el Montelíbano. A parte de estos que eran grandes embarcaciones de 2 pisos y capacidad para numerosos pasajeros, mercancías y hasta ganado, también se apreciaban lanchas rápidas para trayectos cortos. Los principales puertos eran los de Montería y Lorica.

Desde Tierralta hasta San Bernanrdo del Viento había demanda de viajes diariamente. Cada 8 días atracaban los barcos más grandes para el viaje a la capital. Algunos llegaban desde y hasta Panamá.

El Montelibano no podía pasar desapercibido, su opulente infraestructura metálica dejaba una espesa espuma que formaba el vapor en el agua cuando iba a máxima velocidad. El pito sonoro emanaba con cierta gravedad en medio del silencio virgen que imperaba en aquel entonces en el paradisiaco valle del Sinú. En las noches mostraba sus fastuosas luminarias externas e internas que en la cruda oscuridad de los pueblos vernáculos parecía un parque de diversiones flotante. Era una fantasía verlo y un acontecimiento cuando atracaba en algún puerto.

La parte baja estaba predestinada para el cuarto de máquinas, bodega, cocina, caldera, animales y pasajeros de segunda clase. La parte alta o segundo piso era exclusivo para pasajeros de primera clase. En esta área había una amplia zona de estar, camarotes, vista agradable para apreciar desde una mejor óptica el horizonte, entre otras comodidades y privilegios. 

Era 26 de septiembre de 1945, una mañana fresca donde el sol se escondía entre la nubosidad y la frondosa vegetación. Fernando Gómez acababa de llegar de Cartagena a Montería. Venía extenuado de un largo trayecto de 35 horas. Llevaba día y medio viajando desde que se montó en el puerto de la Torre del Reloj.

Había culminado sus estudios de abogado en la Universidad de Cartagena, los padres ansiaban colgar en la sala de la casa de Tierralta el anhelado mosaico de graduados en blanco y negro y el diploma. 

Aprovechó la parada en la ciudad de las golondrinas para descansar y visitar a Isabela, su novia desde hacía 3 años con la que se veía cada 6 meses. Ella solo cursó la primaria, en aquella época la única finalidad de la mujer en el hogar era cuidar a los hijos y velar por los quehaceres domésticos. La relación gozaba del beneplácito de los padres. Alcanzaron a compartir una hora y veinte minutos de embeleso amor en un restaurante del mercado público que colindaba con el puerto. Fernando se comprometió a regresar en 2 días para pedir la mano de su novia, recientemente había sido contratado por una firma de abogados y sentía el fogueo económico para consumar la vida marital. 

El Montelibano comenzó a pitar, anclado en el puerto, avisando a los pasajeros que ya los equipajes estaban ordenados y se disponía río arriba para zarpar. A las 2:00 de la tarde con pasajeros a bordo la embarcación emprendió un viaje más de los tantos que había hecho por otros ríos y mares. 

Antes de subir a la embarcación, Fernando entregó en las manos de Isabella un ejemplar del poemario “Campos de Castilla” del poeta Antonio Machado. Unió sus robustas manos a las delicadas manos de ella, haciendo un ritual de sellamiento amoroso para siempre. Ella lo amaba y él la idolatraba. 

– Leelo para saciar mi ausencia. En 2 días estaré de regreso – ultimó verbalmente. Ambos no sabían que jamás volverían a verse. 

Era un viaje fantástico, paisajes exóticos por la ribera de un río que se dejaba acariciar por el ramaje de las bongas, campanos y robles que adornaban las dos orillas. A parte del ruido del vapor y la música en vivo de una agrupación, la naturaleza parecía susurrar con la brisa todos esos parajes castizos. La fauna silvestre se avistaba dentro y fuera del río.  Peces enormes que saltaban delante de la proa, caimanes, manatíes que con cierto disimulo saludaban sin tanta zalamería. Jaguares, Guaguas, Ñeques y aves de todo tipo que al unísono cada una en su tono formaban una coral de cantos sinfónicos.  

A las 8.00 am del 27 de septiembre llegaron al puerto de Tierralta, puerto maderero donde siempre bajaba la mejor madera para venderse a otras regiones. Fernándo se encontró con la sorpresa que sus padres por razones de salud tuvieron que viajar en lancha pequeña de urgencia a Montería.

Sin pensarlo, buscó un martillo y 2 clavos, colgó en la sala el diploma y mosaico que lo acreditaba como abogado. Regresó al puerto y compró pasaje de regreso. El capitán avisó que saldrían al día siguiente muy temprano con el compromiso de esperar varias toneladas de maíz que se cargaríantoda la noche.

Eran las 8.00 pm, el cielo estaba estrellado, claro, la luna se apreciaba en toda su contextura coqueta. Sonaban las guitarras con rancheras y boleros para amenizar la noche. El sinuoso y apacible río de 415 kilómetros de longitud, había crecido un poco el nivel de su cauce por la temporada invernal de la época. En algunos tramos no se veía la orilla por el desborde. El capitán accedió a jugar póker y beber whisky mientras se efectuaba la carga del cereal. A las 3.00 am de la madrugada terminaron de organizar los bultos.

Al amanecer del día 28 levantaron las anclas del barco e iniciaron el regreso río abajo. Llevando 3 horas de viaje, el capitán mostró cansancio a causa de varios días de timonear, los tragos de la noche anterior, el trasnocho y el ataque feroz de la legión de mosquitos irrespetuosos. Todo ese cúmulo de situaciones hicieron que esquivara las curvas no con la destreza de un veterano de mil batallas como en realidad lo era, ni tampoco bajaba la velocidad cuando el maquinista le avisaba. Quería acortar el tiempo de viaje de 18 horas en 110 kilómetros que separaban a Tierralta de Montería, manteniendo a tope al barco de vapor proveído de leña. 

– La suerte o la desgracia pueden estar a la vuelta de cualquier curva del río. Como puede que encontremos un tesoro flotando o cualquier remolino nos trague – dijo el Capitán, cuando Fernando le advirtió que iban demasiado rápido.

El maquinista, ya sabiendo que el veterano capitán no estaba con las facultades al cien por ciento, grita con fuerza – viene el torno, viene el torno!.

El torno era el remolino más temido de todo el río Sinú, situado en una curva que lo escondía como a propósito. La corriente tenía una fuerza gravitacional que arrastraba a lo profundo del caudal todo lo que se acercara. El capitán hizo caso omiso a la advertencia, aceleró con mayor rigor y confío en su actuar de marino de dos océanos e innumerables aguas dulces. 

El Montelibano se afectó por un costado con el barranco de la orilla cuando en la maniobra del capitán intentó bruscamente dar un giro que la curva no le permitió. El sobrepeso de las toneladas de maíz dejó a unos centímetros el nivel del agua, ocasionando que ligeramente se inundara la embarcación en fracción de segundos. La fuerza del Torno volteó al barco más emblemático que había zarpado las aguas del Sinú. Algunos tripulantes lograron salvarse sabiendo nadar. Otros se tiraron antes que el barco emergiera del todo agarrados de baúles, tanques y todo lo que flotara. El primero en saltar y llegar a tierra firme fue el capitán. El recién abogado, Fernando Gómez, auxilió a más de 8 personas, pero el cansancio lo venció y fue un mártir de esta desdicha. En 30 minutos no quedaba nada del navío. Dos lanchas que en ese momento pasaban por el lugar, alcanzaron a socorrer a varios tripulantes.

El río Sinú se convirtió en una fosa común con cientos de cadáveres que flotaban en sus turbulentas aguas, dejando un olor a muerte que el viento esparció hasta su desembocadura en Bocas de Tinajones. Los gallinazos acampaban sobre los cuerpos sin vida que el cauce arrastraba, destrozando con sus enormes y afilados picos los rostros de indios, músicos, obreros, campesinos y acaudalados que se sumergieron con la imponente embarcación. 

Aquí ya no habría distingo de clases sociales como hasta hace unos minutos se evidenciaban al interior del barco mientras aún zarpaba. Los gallinazos arrollaban en manadas a cuanto cuerpo subía a la superficie del oscuro caudal, era para ellos como un banquete preciado que difícilmente podrían consumir en medio de la espesa naturaleza que rodeaba la zona.  

El hundimiento del afamado Montelibano ha sido el naufragio más trágico que se haya registrado en el río. Algunos cuerpos nunca se encontraron, y se cree que su destino final fueron las saladas aguas del mar caribe. Durante 5 días el desfile mortífero hizo un largo recorrido por toda la curvatura de sus aguas. Los pobladores de la ribera del río se vistieron de luto, colocando flores silvestres y velas blancas en sus orillas, rezando por el descanso de las almas de quienes perecieron. 

Nadie utilizó sus aguas por esos 5 días para labores domésticas ni de consumo, hasta los peces, caimanes y manatíes no salieron de las profundidades esperando que el dolor fuera disipando. Los monos y ardillas avistaban desde los campanos las tardes sombrías 

Todas las embarcaciones, desde la más grande hasta la más pequeña utilizaron un banderín negro en sus proas, en consideración a ese velorio comunal que originó ventarrones y nubes negras en el novenario más triste de toda la provincia.

Los llantos se escuchaban en caseríos, pueblos y veredas, pues en cada terruño había un coterráneo que viajó ese día en el barco. Llegaron cartas del Gobernador del Bolívar Grande que se leyeron en la radio de perifoneo Arsenipur, manifestando condolencias a las familias afectadas. 

Fue tan grande aquella tragedia, que se alcanzaron a escuchar los llantos de la princesa Onomá desde el Nudo del Paramillo. 

Isabella se graduó de solterona vitalicia leyendo los 123 poemas de Antonio Machado para saciar la ausencia de Fernando, y, en Tierralta, en casa de los Gómez, el diploma de abogado está intacto, colgado en la pared de la sala haciendo gala del primer profesional que tuvo la familia.  

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