Galo Alarcón, In memoriam

Por: Nelson Castillo Pérez

La tarde del sábado, cuando entré al vestíbulo de la funeraria indeseable, tuve la súbita impresión de que Galo iba a estar ahí sentado en una silla, impávido, esperándome, como siempre, con los brazos cruzados de la paciencia, para empezar a contar la historia de su inesperada muerte. El lunes siguiente, confundido aún por la costumbre de saberlo vivo, lo busqué con los ojos entre los contertulios fieles que van a escampar en la sede sindical de Aspu Universidad de Córdoba después de dictar sus clases, pero no tropecé con el brillo de su mirada tornasolada. Fue entonces cuando sentí el vacío de su ausencia, convencido ya de su muerte, y quedé flotando en un aire de desamparo, con la triste convicción de que me había quedado otra vez solo en un mundo agreste donde se requiere del retiro de la infinita amistad.
Aquella tarde, cuando me acerqué al ataúd (que uno debería ver desde otra perspectiva) y contemplé su rostro adusto, serio, sereno, me convencí de que seguir viviendo ante la ausencia de un ser querido equivale a quedar afuera, seguir esperando el lago del porvenir para chapotear en sus aguas nuevas, inaugurales, pero también tolerar, a veces sin resignación, el presente de los que nos circundan sin nuestro consentimiento, sus imprudencias e insensibilidades, aquellos que sobreviven y asumen la miserable victoria de quedar vivos, como si esa eventualidad fuera la única ventaja frente al rostro de olvido del amigo fallecido.

Fallecer significa sustraerse de este mundo sin sufrir, dormir y nada más, como dijo Shakespeare, quizás soñar sueños de los que nadie en el reino de los vivos da cuenta. Quedar afuera significa levantarse cada mañana para empezar a vivir el dolor de la ausencia, comprobar que ya nunca más podremos proyectar los recuerdos de nuestros seres queridos. Frente a ellos, en su ausencia, no tendremos ya el grato futuro de repetir el pasado. Sin embargo, precisamente, nos toca inventar una nueva forma de seguir junto a ellos, queriéndolo a través del recuerdo, como si nos estuvieran esperando en el tranquilo escenario de la muerte, porque, al fin y al cabo, frente a la ausencia de nuestros seres queridos la respuesta tiene que ser la vida y no la derrota de la nada.
Recuerdo la generosidad de Galo cuando lo conocí en la Universidad del Atlántico al lado del líder comunista José Antequera, ambos militantes de la Juco, entrelazados por el objetivo de subvertir el orden establecido y contribuir en la eclosión de un nuevo y floreciente sistema de vida más justo y razonable. Aquella tarde remota, prevalido de su prestancia de líder estudiantil, gestionó un certificado académico expedido por la Secretaría de la Facultad de Educación que acreditaba la finalización satisfactoria de mis estudios académicos exigido por el poeta José Ramón Mercado, rector a la sazón del Inem de Cartagena, donde se me había preservado una vacante. Desde entonces Galo y yo fuimos amigos para siempre después de salvarme la vida.

Desde aquel gesto de grandeza, Galo demostró ser un gran ser humano, un poeta. Fue un poeta en la vida y en la literatura. Lector secreto, mesurado, analista de la realidad, inquieto ante las injusticias sociales, como todo poeta, pero también cuidador de mis ingenuidades. No hubo un momento en que Galo no me protegiera de las insidias de los demás, que a veces se valen de mi candor pues mi ingenuidad consiste en creer que los otros son tan honestos como yo, que jamás harían lo que yo nunca seré capaz de hacer.
Y es que todo aquel que sea un gran ser humano evolucionado, razonable, justo y sensible al sufrimiento de la humanidad, es un poeta. Y todo aquel que sea un poeta, desde Neruda hasta la ama de casa que sabe detectar el punto exacto de las sopas, es mi amigo. Galo fue y seguirá siendo mi amigo. Solo que ahora me espera –Galo siempre me esperaba–en la comodidad del olvido.

Piel con olor a memoria,
Finalista en el concurso nacional de literatura, Fundación Manuel Zapata Olivella, modalidad poesía (2010).