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Apología del delito y las penas

Grandes autores, filósofos e influyentes del derecho penal antiguo como Cesare Beccaria y Pietro Verri criticaron fuertemente el sistema de justicia arcaico y sus métodos medievales con los que se ejecutaban las penas, las tortuosas sentencias de muerte y la constante confusión y semejanza entre los delitos, los vicios y el pecado, lo que significaba claramente que había una estrecha unión entre las decisiones de la iglesia y el estado monarca, entre principios del siglo XVIII.

Remontándonos hacia el siglo XVIII aproximadamente a mediados, existía una división de clases. En aquel entonces la sociedad estaba dividida por tres grandes clases sociales las cuales fueron: la nobleza, la Iglesia y el tercer estado donde se situaba la gente más humilde y la burguesía, el sistema político era la monarquía absolutista donde se decía que el monarca era elegido por Dios; en esta sociedad existían privilegios los pertenecientes a la nobleza y a la iglesia  tenían unos privilegios que los ciudadanos del tercer estado nunca llegarían a alcanzar, no existía una división de poderes que se concentraban en el monarca, las diferencias en el poder judicial existían muy diferenciadas ya que los nobles no podían ser juzgados por sus inferiores, la mayor parte de la población no tenían derechos políticos ni tampoco seguridad individual o colectiva. En los estados señoriales los propietarios mantenían el control jurídico de sus tierras quienes además  tenían potestades para condenar a muerte a sus siervos y mantener el orden.

Por otro lado, el panorama relativo a la ejecución de penas por delitos que muchas veces se trataba de blasfemias o maledicencias contra el soberano o la nobleza, resultaban ser atroces y superaban el agravio de  la falta cometida por el desdichado. Existía en aquel tiempo un gran abuso de la pena de muerte, un sistema de justicia desalmado que utilizaba la tortura y sevicia como de prueba y castigo; los jueces dictaban las sentencias sin suficientes elementos materiales probatorios, sin constatar que la información fue obtenida legítimamente; los procesos penales contenían pruebas secretas y delatores pagados o aun incluso premiados con monedas de oro; los jueces sometidos al poder absoluto del monarca; los cargos como juez se compraban y se transferían a modo de herencia; un gran poder de la inquisición se ejercía, confundiendo, como ya mencione antes, los delitos, con los vicios o los pecados y por esta razón se daba uso de  la tortura, para desentrañar al prisionero y averiguar la verdad a toda costa sin respeto a la dignidad humana o a los principios de contradicción y defensa. En síntesis se tenía el errado concepto de que la pena era el sufrimiento del condenado, la expiación inclemente del malhechor, el cual no merecía que se tuvieran en cuenta siquiera los derechos humanos más inherentes como el de la dignidad humana.

Las mutilaciones fueron bastante usuales y variaban en  determinadas épocas: se cortaba al condenado la mano, la nariz, las orejas, la lengua,  pero en el siglo XVIII empezaron a caer en desuso. La pena de muerte se aplicaba incluso para delitos en los que hoy se condenaría con varios meses o semanas de reclusión o trabajos comunitarios.  En Inglaterra, a mediados del siglo XVIII  en determinados periodos, todo hurto por minúsculo  que fuera se pagaba con la  perdida del derecho a la vida.

En los crímenes ordinarios se condenaba a la horca a los plebeyos o a la decapitación a los nobles, para crímenes como el parricidio, envenenamientos, incendios y delitos contra natura (incesto, relaciones entre individuos del mismo género) se quemaba vivo al delincuente o se le enterraba vivo, se le cortaba en trozos o se le cocía en aceite. La variedad de muertes era tan infinita y solo era comparable con las torturas que sufría el condenado antes de la ejecución de la condena.

Sumado a lo anterior, la tortura era de dos tipos: la ordinaria que procuraba obtener información del condenado como la confesión del crimen y la extraordinaria que se administraba antes de la ejecución de la pena con el fin de que el condenado denunciara a sus cómplices. Estos procedimientos de justicia fueron utilizados  hasta el siglo XVIII.

Tal era la situación de fanatismo inquisitivo mezclado con la soberanía religiosa extrema, que incluso hubo momentos en los que se dieron rezagos  a los juicios de Dios como por ejemplo: cuando se sometía el sospechoso a prueba de fuego, se entregaba al sospechoso un hierro caliente, si se quemaba era culpable, si no se quemaba, era inocente; la prueba del agua hirviendo: se vaciaba agua hirviendo  a las manos del Sospechoso, luego a  los tres días miraban nuevamente  las manos del indiciado, si estaban despellejadas era culpable y si estaban sanas era inocente. Entre otras pruebas inventadas por el hombre que no conducían  a descubrir la verdad sino a llenar los vacíos doctrinales y el poder absoluto y morboso de la monarquía. Las penas resultaban ser mucho más horribles que los delitos o supuestas conductas punibles que cometía la población, mostrando el lado expiatorio y torturador de la iglesia y el sistema de justicia, en aquel tiempo.

Por lo anterior, autores influyentes como Cesare Beccaria, se enfocaron en arrollar con argumentos sólidos estas formas inhumanas de penalización, dando a entender que el fin del derecho penal, como función punitiva, es el control social, y quien lo ejerza, deberá hacerlo invocando la preservación de los valores y derechos fundamentales para la buena convivencia social.  El control social implicaría también a una limitación del poder del estado concretándose con esto una paradoja: la libertad de los ciudadanos se limita a través de la norma y por ello el derecho penal es represión; no obstante la norma del mismo modo es libertad en la medida que indica cual es la órbita de actuación del Estado y del ciudadano, señalando en todo caso, la libertad de hacer lo que uno quiera siempre y cuando el actuar del ciudadano no sea contrario a la ley o al derecho ajeno.  

Jesús Fernández, abogado.

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